Muchas veces basta una mirada. Una mirada sostenida. Tus ojos sobre los ojos del otro.
Adivinar el significado de los brillos. Leer el futuro inmediato más allá de las pupilas.
Quieres decir muchas cosas, pero aguántate las ganas.
Aprieta los labios. Permite que las ideas circulen sin que salgan al exterior.
Alarga el espacio entre las preguntas y las respuestas. Deja que los músculos se dibujen en el rostro.
Espera una señal de alerta. Mantén la respiración. Piensa que el otro también piensa. Analiza. Espera.
La economía de las palabras: una virtud que no es exclusiva de las monjas de clausura. Un juego que practican los que saben hacerse los locos. Los que entienden que no todos los interrogantes necesitan una respuesta. Que la solución no siempre llega al abrir la boca.
¿Por qué decirlo todo? ¿Por qué no conservar en el interior una dosis de lo que se piensa? ¿Por qué no convertir en secreto algunas de las ideas que hacen su aparición sin previo aviso, al menos con la ilusión de que el tiempo las madure y las transforme en ideas más duraderas?
¿Por qué no entender, de una vez, que la palabra jamás logrará ser tan rápida como el cerebro? Y que no todo lo que cruza por la mente puede convertirse en palabras?
Entiende que también se puede hablar con el gesto. Que el silencio a veces grita. Se guarda silencio en los hospitales, en las salas de velatorios, en los actos solemnes… Se guarda silencio por pudor, por respeto, por dolor… Se guarda silencio por el dolor que es incapaz de convertirse en llanto. Silencio cuando el llanto se agota y agota al que llora.
Habría que aprender a callar sin otro motivo que la propia voluntad. Callar para escuchar. Callar para mirar. Callar para aprender. Callar para callar. Callar para convertir el silencio en un cómplice. Para saber que el eco existe. Callar, porque no todo lo que nos conviene escuchar nos lo dicen al oído, con la intimidad de una confesión, con el volumen de un grito, con el acento de las grandes revelaciones. Callar para comprender que el silencio es el antifaz de los sonidos más hermosos.
“Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra”. (Clemenceau)
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